El Almirante de la curiosidad, por Antón Castro (escritor y periodista)

Aragón es tierra de terquedades, de utopías y de paradojas. Aquí, donde reina el paramo lugar y donde se soñó con un camino hacia el mar, hubo grandes marinos: Martín Cortes de Bujaraloz, que redacto un manual que encanto a los ingleses; Pedro Porter y Casanate, que delimito las costas de California en sus dos navíos; Félix de Azara, almirante y naturalista entre indígenas de las Amazonas y del Panamá, y un humanista de Zuera, explorador de los mares en su juventud: Odón de Buen y del Cos. Un nombre con solera, un nombre para la historia, para la leyenda de los mares.
Odón de Buen fue niño en Zuera y ahí hallo el paraíso inicial: unos jardines inolvidables como el del maestro don Jorge, un edén de flores y de asombro ante las lecciones cotidianas de la vida. Allí inicio sus estudios, arropado por el boticario, Don José Martínez, que le enseño lo divino y lo humano en los libros y en las afueras. Y allí también conoció la injusticia y sus atropellos: un vecino de Zuera se opuso al caciquismo reinante y un día apareció muerto en un abejar lejano. El niño fantaseo con ese hecho, como fantasearía con el asalto a las huertas de la fruta, y jamás iba a olvidarlo. Pronto se traslado a Zaragoza, donde consolido su curiosidad, fijo su vasto campo de intereses y estableció lazos con amigos importantes: los Royo Villanova, por ejemplo, el profesor Bruno Solano. Atraido por el Ebro y el curso de los ríos, no le pasaría inadvertida la presencia del tío Toni y de su banca de paso, ni los bailes ni las funciones teatrales del Principal.
Odón procedía de una familia humilde, su padre era sastre y sus antepasados campesinos, y se labro su futuro con determinación. Marcho a estudiar Ciencias Naturales a Madrid donde conoció a Miguel Primo de Rivera. En 1884 fue seleccionado para realizar unas investigaciones científicas en una travesía en la fragata Blanca, que lo llevo por los países escandinavos, Francia, Inglaterra, Argelia, etc. La odisea del joven aventurero daría pie a unos de sus mejores libros: De Kristiania a Tuggurt. Mas tarde, se instalo en Barcelona, donde destaco por su perfil humanístico, sus métodos pedagógicos (salía con sus alumnos de zoología y botánica de expedición campestre), la educación laica y, por extensión anticlerical, el compromiso con la política, fue concejal del Ayuntamiento de Barcelona. Allí robusteció su afición al mar y conoció mejor la gran labor náutica de Henri Lacaze-Duthiers, que seria quizá la inspiración decisiva de su vida. Merced a su magisterio y su estela, Odón de Buen creo el Instituto Oceanográfico Español en 1914, y se convirtió en pionero de esta disciplina en España. A la par, con un talante afable, introdujo a Darwin en España, y publico, tradujo y estudio sin parar.
Una de las anécdotas mas singulares de su vida la vivió en el Liceo de Barcelona: él estaba en la representación en la que un obrero de Alcañiz provoco un atentado y el teatro se lleno de sangre, de pánico, de riadas de espectadores en desorden; Odón diría que llego a casa con los zapatos y la parte inferior del abrigo llenos de sangre. Odón de Buen creía en la riqueza del saber, de la ciencia, creía en la paz y en la armonía de los pueblos. Casado con Rafaela Lozano, fue un apacible caballero de acción; un marino permanente, un almirante de la curiosidad.
En la Guerra Civil, fue canjead en Mallorca por dos familiares de Rivera, y así salvo su vida. Luego marcho al exilio en Banyuls-sur-Mer. Allí en 1941, perdió a la mujer de su vida, y redacto a lo largo de un año más de mil cuartillas que contenían la memoria de su existencia. Entonces estaba poseído por el turbulento ángel de la melancolía, por el dolor de la perdida. Ya nada volvería a ser igual. Murió en 1945 en México. Poco antes del adiós, recordó a su amor, su esposa, recordó sus años de investigación y de testarudez invencible en las empresas del mar, y recordó, sobre todo, las lomas agrestes, las escuelas, a sus profesores, recordó el aroma a pinar y floresta y a rio virginal que exhalaba desde el fondo del tiempo de su edén más constante: Zuera. La tierra de promisión que ha recogido sus restos para siempre.

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